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La Cruz de Neón

Durante la década de los 80s (siglo XX) en Perú existió un grupo terrorista llamado “Sendero luminoso” de filiación maoísta. Muchos años hubo cruentos asesinatos y destrucción por todo el país. Finalmente el cabecilla del movimiento cayó y el grupo desmantelado. Con restos de atentados a torres de comunicación: hierro, material destruido, etc., se construyó una cruz gigantesca, que se iluminó de neón y se colocó en la bahía de Lima. Cada atardecer se enciende la gran cruz, que ilumina toda la costa limeña, pudiéndose ver desde bastantes puntos de la ciudad.

Cruz

 

Acabó la guerrilla y resurgió la vida normal, tranquila, con paz. Más que buscar venganza –sí se intentó hacer justicia, en la medida en que eso es humanamente posible-, se trató de cambiar de página, dejando solo esa luminosa cruz como recuerdo. No soy partidario de las luces de neón, menos en las iglesias, pero debo confesar que el reflejo en el mar de la limeña se ve bien e invita pensar: más allá de la oscuridad en la que puede envolverse el corazón humano, está la luz de la gracia, la luz de Dios, que no abandona a sus hijos. Aunque a veces pareciera que no, hay un límite a la maldad del corazón humano, el límite puesto por la paciencia de Dios, o la Misericordia de Dios, si hemos de atender a lo que sugiere Juan Pablo II en “Memoria e identidad”.

Lo simbólico de esta Cruz, radica tal vez en que en el fondo se trata de un pleonasmo, una tautología, una redundancia: Cruz es sinónimo de Luz en la oscuridad. Ésa es la raíz de la auténtica libertad y alegría cristianas: la revolución más profunda que transfigura el rostro del mundo y de la propia vida. Invita a no quedarnos en lo negativo, en la oscuridad, sino a ser capaces de “ver más allá”, “ver con ojos de eternidad”, ver “con visión sobrenatural”; es decir, hacer el esfuerzo por colocarnos en la perspectiva divina de las cosas. Dios no sabe que hacer con el mal, o mejor dicho, es pertinaz en sacar del mal un bien mayor: la Cruz es el símbolo de esta admirable alquimia divina; el ejemplo consumado de cómo saca de los grandes males bienes aún mayores.

Cruz

La Cruz se muestra así como fuente de consuelo en la propia vida y esperanza en la historia del mundo. Está en la raíz de esa visión optimista de la realidad, que sin cerrar los ojos a lo duro de los hechos, sabe descubrir, casi adivinar o presentir ese “además de Dios” que es la Cruz. Por eso el cristiano en los males se crece: y no solo en los males exteriores, sino en los internos –más difícil y más realista-; no sólo es espectador del mal en el mundo, sino que lo experimenta en la propia vida, pero al mismo tiempo confía, sabe que no está solo y que si deja actuar al Creador, Él de ahí sacará algo más grande. El dolor en el cristiano que se sabe hijo de Dios no mata ni destruye, fortalece.

Probablemente por eso, uno de los más grandes santos del siglo XX, siglo cargado de dolor para la humanidad y de persecución para la Iglesia (dos guerras mundiales, comunismo, y el siglo con más mártires en la historia), afirmaba en un alarde de fe que “la alegría cristiana tiene sus raíces en forma de Cruz” (San Josemaría). La Cruz no es resignación ni impotencia, sino auténtica sabiduría sobrenatural; exige del cristiano un auténtico ejercicio continuo, un desafío constante para no perder ese optimismo sobrenatural, para ser “inasequibles al desaliento” en expresión del mismo autor.

Recientemente Joaquín Navarro Valls afirmaba: “He tenido el don de haber conocido a tres santos: a San Josemaría, al Beato Juan Pablo II y a la Beata Madre Teresa. Para mí ha sido inevitable preguntarme si estas personas tan distintas tienen algo en común. La conclusión a la que he llegado es que lo común era el buen humor, un buen humor extraordinario, contagioso, que hacía reír hasta en ocasiones en las que parecía obligado llorar”. Puede parecer paradójico que personas que tuvieron un contracto tan directo con el dolor y el sufrimiento humanos tengan en común esta característica; probablemente la clave está en que fueron capaces –gracias a la fe- de percibir ese “además”, esa luminosidad que la Cruz esconde.

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