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Lo que el Estado debe a la Iglesia


Las “macrolimosnas” del Gobernador de Jalisco han dado mucho que hablar contra él en los últimos días. Una vez más, los jacobinos decimonónicos que sobreviven en nuestros tiempos, se exhiben en su odio a la Iglesia, escudados en una supuesta laicidad que, en realidad, es un verdadero anticlericalismo, por no decir que es una verdadera aversión a la Iglesia católica.
 
Independientemente de las normas que puedan aplicarse en torno al tema de los donativos o gastos que realiza el Gobierno de Jalisco en templos o rutas de peregrinos en dicho Estado, es ésta una buena ocasión para reflexionar respecto de las deudas que el Estado Mexicano tiene históricamente con la Iglesia y con los católicos.

Desde el punto de vista material, la llamada desamortización de los bienes de la Iglesia, en realidad constituyó un robo histórico que se hizo durante el Siglo XIX para despojar a la Iglesia de todos sus bienes, no sólo los que supuestamente impedían que los campesinos pudieran cultivar la tierra o fueran explotados por el rentismo de las mismas, cuando, en realidad, dichas propiedades servían para dar posibilidades productivas a quienes carecían de tierra. Dicha desamortización no benefició a los campesinos, sino a quienes se convertirían en ricos hacendados. Todos ellos vinculados con los hombres del poder de aquellos tiempos.

Pero, ¿qué utilidad económica podrían tener los templos, que también fueron expropiados? El Gobierno confiscó templos y conventos, algunos de ellos verdaderas joyas arquitectónicas, con el simple afán de perjudicar a la Iglesia, impidiéndole el cumplimiento de su ministerio. Las sucesivas expropiaciones de recintos religiosos en el pasado, han tenido diversa suerte, pero hay verdaderas joyas que manifiestan la barbarie de quienes se apoderaron de las propiedades de la Iglesia.

La idea era humillar a la Iglesia. No son pocos los templos o conventos que fueron utilizados como caballerizas, cuarteles o cárceles. Verdaderas joyas como el templo de Santo Domingo en Oaxaca, fueron violentados y dañados a pesar de ser verdaderas joyas artísticas. Algunas de estas instalaciones han retornado a la Iglesia o al culto público, pero siempre como propiedad del Estado, sin que él, en muchos casos y en otros sí, se responsabilice del mantenimiento, conservación o restauración de los mismos. No pocas veces son los depositarios de tales edificios, los que tienen que hacerse cargo de dichos edificios, con grandes costos que requieren la aportación de enormes donativos y trabajos prolongados, a cargo de expertos de diversa índole.

¿Cuándo el Estado Mexicano ha indemnizado a la Iglesia por el robo histórico a que hago referencia? ¡Nunca! Y ahora se escandalizan porque se hacen donativos para templos o rutas populares de peregrinaje. Dicha cantidad es ridícula respecto del beneficio que los gobiernos liberales y revolucionarios obtuvieron apropiándose de bienes de la Iglesia.

Se critica que se apoye la construcción de un templo a los santos muertos durante la persecución religiosa del callismo, afirmando que se trata de rebeldes que soliviantaron al pueblo, acaudillaron un movimiento armado y ejecutaron a cientos de mexicanos. ¡Cuánta ignorancia! Quienes han sido santificados o beatificados por haber muerto en aquellos años en los que, ciertamente hubo un movimiento armado de defensa de la libertad religiosa, denominada cristiana, ninguno de quienes se encuentran en los altares tomó las armas. La mayoría de ellos, si no es que todos, fueron ejecutados de manera cruel, criminal, sin juicio alguno y de manera arbitraria, o por ser sacerdotes o por manifestar públicamente su fidelidad a la Iglesia o defender su derecho a la libertad religiosa.

El Estado Mexicano asesinó a cientos de católicos y nunca reconoció su error, pidió perdón, reivindicó el nombre de sus víctimas o indemnizó a las familias que fueron desmembradas, expulsadas de sus viviendas o, incluso, del país. La Iglesia ha reconocido su testimonio y fidelidad apenas en los últimos años, pues después de los “arreglos” aquellos tiempos inicuos de gestación del sistema que se impondría a la sociedad durante 70 años, obligaron al silencio en aras de la reconciliación y pacificación total del país. El templo que se erige en Guadalajara será, apenas, el primer lugar donde se les venere y reconozca específicamente.

A los cómplices morales de aquellos asesinatos es a quienes duele que hoy, finalmente, su nombre no sólo sea reconocido históricamente como víctimas de una grave injusticia, sino como mártires fieles a Cristo y a su Iglesia, en momentos en que serlo significaba poner en riego la vida, que como consta en cada caso, les fue arrancada con violencia, tormentos y humillaciones, propios de la barbarie antirreligiosa, que hoy esgrime contra ellos la pluma, porque no puede hacerlo de nuevo con las armas.

Y esto no es todo lo que el Estado Mexicano debe a la Iglesia.